Por: Juan Antonio García Borrero
El pasado jueves un grupo de amigos nos reunimos en la UNEAC de
Camagüey, en el espacio conocido como “La ciudad simbólica”, con el fin
de intercambiar criterios sobre el videojuego, y su (incierta) suerte en
Cuba.
Hablar de videojuegos en un país donde quienes deciden las cosas
fundamentales de la nación (léase Consejo de Ministros y cercanías),
todavía perciben esta actividad como algo baladí, o como un fenómeno que
no merece estudiarse de inmediato, lo cual justificaría medidas que sin
importar lo impopulares que puedan resultar pretenden (de modo iluso)
desestimular su práctica en el sector privado, puede interpretarse por
muchos como una pérdida de tiempo.
Esto es cierto hasta un punto. En la Cuba de hoy, donde hay tantas
cosas “urgentes” que demandan soluciones, y donde persiste (al menos en
lo mental) el esquema que tiende a dejar en manos de los decisores
máximos el arreglo de casi todo, pues es obvio que un asunto como este
no formará parte de la agenda de discusiones más inmediatas. Y es
lógico, porque no imagino a ningún ministro ocupando parte de su tiempo
en practicar algún videojuego en su computadora, por estresado que esté
(¿o sí lo hacen, aunque a escondidas?). Con razón pensará que antes que
lo lúdico estará el compromiso con tareas más esenciales, más graves
(por no decir solemnes), y a partir de su experiencia y convicción muy
personal, entenderá que “los otros” han de comportarse del mismo modo,
por el bien de ellos y la nación.
Lo que olvida el político al frente de un ministerio, o el
intelectual reconocido con innumerables premios, que también suele
asociar esta zona de la vida con la cultura, digamos, “bastarda”, es que
al margen de sus convicciones y prejuicios de personas doctas, la gente
común seguirá recurriendo al videojuego cada vez con más asiduidad, y
del modo más informal. De hecho, tal vez ahora mismo parte de sus hijos y
nietos sean expertos en algunas de sus modalidades.
Pero a pesar de las evidencias que ponen ante nuestras narices un
fenómeno que no solo ha llegado para quedarse, sino crecer todos los
días de un modo vertiginoso, seguimos sin pensarlo críticamente.
Y sin tomar medidas efectivas que sean capaces de concebir un proyecto
coherente donde lo lúdico se ponga en función de lo pedagógico, por
ejemplo.
Recuerdo que cuando a finales del año pasado se originó aquella polémica por la prohibición del 3D y los videojuegos en el sector privado, salieron a la luz inquietantes contribuciones de algunos de nuestros más rigurosos investigadores (Víctor Fowler, Gustavo Arcos, Pedro Noa, Dean Luis Reyes, Justo Planas,
por mencionar apenas cinco). No sé hasta qué punto la riqueza de ese
debate informal ha sido aprovechado por quienes en su momento aprobaron
las medidas: la misma opacidad que existió a la hora de aprobarlas
persiste en la actualidad; nada sabemos de las alternativas (si es que
existen) que vendrían a cubrir las supresiones. Se prohibió y punto,
como se han solido prohibir tantas cosas en estos años de revolución,
sin que existiera por medio un análisis, una discusión.
Debo admitir, sin embargo, que en estos asuntos de las nuevas
tecnologías y su uso público, no han sido los políticos los únicos que
muestran reticencia al debate democrático. Yo diría que entre los
intelectuales relacionados con el arte, la cultura, y la educación, se
percibe un rechazo mayor, que se pone de manifiesto, ora con la
descalificación explícita, ora con la indiferencia paternalista, que en
el gesto de tolerar “desde lejos” esas prácticas intrascendentes,
termina invalidándolas.
Pienso en nuestra crítica de cine, por ejemplo, que es lo más cerca
que me queda. El cine dominante se parece cada vez más a un videojuego,
pero ¿cuántos de nuestros críticos ensayarían con la misma seriedad con
que escriben sobre un filme de Hitchcock o Welles, una aproximación
crítica a videojuegos concretos? En nuestra mentalidad de críticos del siglo XX, no
nos cabe en la mente que una aproximación al videojuego pueda tener la
misma o mayor relevancia que una crítica al más anodino de los filmes
hollywoodenses que están en cartelera. Lo paradójico está en que los
videojuegos no solamente se inspiraron en su momento en las películas,
sino que hoy una gran mayoría de las películas producidas por la
industria norteamericana y sucedáneos se nutren de lo que el videojuego
ha terminando por aportar a la cultura popular de nuestros tiempos.
Dicho de un modo todavía más claro: para entender las lógicas que
movilizan a la actual industria audiovisual es necesario tomar en cuenta
cada vez más los llamados enfoques transmediales; solo si acabamos de
liberar al cine de esos férreos límites en los que un grupo de expertos
insiste en mantenerlo enclaustrado, podríamos entender algunos de esos
rasgos que la cinefilia más rancia acusa como decadentes, pero que a la
larga lo único que está mostrando es la subjetividad de quien se
expresa. A estas alturas, al cine habría que entenderlo como parte de un
mapa que se ha multiplicado en lo que el audiovisual se refiere,
haciendo mucho más compleja y fluida la convivencia de intereses y
estímulos.
Sin embargo, puede entenderse este desfasaje entre lo que nuestra
crítica percibe de los videojuegos y lo que en la realidad sucede, pues,
pese a los indiscutibles avances que han conocido nuestros sistemas
educativos, los humanos del siglo XXI seguimos aferrados a muchas de
aquellas falacias lógicas que en su momento combatieron hombres de gran
sabiduría. El hecho de ser herederos de una Ilustración que, en teoría,
nos hizo más conscientes de las posibilidades y límites cognitivos del
hombre, sembró la fatal impresión de que mucha erudición era lo mismo
que sabiduría. Y apoyados en ese equívoco seguimos estimulando el miedo a
lo nuevo, a lo que no ha sido controlado aún por esos que ya tienen
instrucción (léase autoridad epistémica) y quieren imponerles a los
otros sus maneras de interpretar el mundo.
En lógica, la falacia sería ese error de razonamiento donde, por
ejemplo, se defiende la validez de una conclusión apelando a la
autoridad, a las opiniones más populares, o incluso a lo que por el
momento es moralmente aprobado. No hay en esos casos proposiciones
serias que partan del estudio concreto, experimental y riguroso de los
fenómenos que se juzgan, sino que bastan los prejuicios y lo que otros
ya han dicho o escrito para establecer por la fuerza la supuesta validez
universal de una conclusión.
En Cuba el videojuego es víctima frecuente de ese tipo de falacia.
Fenómeno relativamente nuevo, pero que ya forma parte de las vidas
cotidianas de muchísimas personas (fundamentalmente jóvenes) que saben
cómo evadir las restricciones que impone el contexto, el mismo ha sido
mayoritariamente estigmatizado. Las premisas utilizadas por los
detractores del videojuego nunca han sido desarrolladas de un modo
claro, pero por lo general se apela al efecto nocivo que, según estudios
de autoridades en psicología sobre todo, provoca su indiscriminado uso.
La falacia en este caso está en que se ignora que el videojuego, como
actividad lúdica, es algo inédito, y aunque es muy probable que estos
expertos jamás se hayan sentado a jugar, se explotan de un modo acrítico
los resultados de aquellas investigaciones que se han hecho, por
ejemplo, con el impacto de la violencia en el cine o la literatura.
Quisiera dejar clara mi posición. No me interesa defender por
defender el videojuego, pero como investigador me parece poco serio que
se pueda juzgar algo y llegar a determinadas conclusiones y hasta
promover determinadas “políticas culturales”, sin antes haber procedido a
su estudio más riguroso. En el caso que nos atañe, es evidente que
entre nosotros faltan los enfoques académicos, multidisciplinarios,
capaces de mostrarnos por un lado cuál ha sido la historia del mismo, y
por el otro, que sean capaces de desmontarnos críticamente cada uno de
esos productos, prácticas, y negociaciones establecidas entre los
públicos modernos y el fenómeno.
A pesar de esa precariedad local, sí existen publicaciones nacionales
que ya han comenzado a llamar la atención sobre el asunto. Hablo, por
ejemplo, del excelente “Glosario de términos audiovisuales artísticos y
técnicos”[1], del cual no puedo evitar citar el siguiente fragmento de la entrada dedicada al video juego:
“El videojuego ha sido objeto de desatención pública, así como de
opiniones negativas. Los campos académico y profesional de la
comunicación (sectores investigativo y divulgativo, respectivamente),
han subvalorado su identidad como producto cultural. Los medios de
comunicación tienden a emitir criterios negativos sobre los videojuegos
por su incidencia en niños y jóvenes. Muchas de las críticas plantean
que los videojugadores transcurren demasiado tiempo ante la pantalla,
inhibiéndose por completo en un universo de fantasía. El videojuego
representa no solo en factor de alienación social, sino de
anquilosamiento del desarrollo motriz. Se ha comprobado que la rapidez
con que se mueven los gráficos puede provocar ataques en personas que
padecen de epilepsia. No obstante, la opinión general sobre el
videojuego ha mejorado paulatinamente. Algunas fuentes plantean que la
mayoría de críticas negativas surgen de un desfase generacional o de
influencias político-religiosas. Se ha comprobado una falta de
correspondencia entre la percepción pública y los datos relativos al
consumo de videojuegos”.
En realidad, la retórica apocalíptica que ahora sataniza a los
videojuegos ha estado presente en el principio de todos esos fenómenos
que más tarde ganan el favor de la sociedad. ¿Acaso no se recuerdan los
ataques demoledores a los que fue sometida la fotografía cuando surgió? Y
el cine mismo, en sus primeras décadas de existencia, originó un sinfín
de reservas entre fisiólogos que percibieron un gran número de
trastornos visuales. Y es que las élites de entonces no solo asociaban
el cine a los divertimentos de feria, sino que se mostraban preocupados
por lo que implicaba ese inédito régimen de fascinación visual.[2]
Pero, desde luego, no se trata, como dije antes, de defender por
defender el videojuego, en tanto, como apuntaría en algún momento
Jean-Louis Comolli en su libro “Ver y Poder”:
“Seríamos de verdad imbéciles si no comprendiéramos que la
generalización de los videojuegos y de los llamados programas
interactivos o de tele-realidad apuntan, en último análisis, menos a
vender productos que a difundir una nueva lógica de la mirada. Los
juegos televisados, por ejemplo (como lo destacaba Serge Daney antes que
nadie) en primer lugar ponen a funcionar tipos de comportamiento,
formas de relación con el otro, que se caracterizan tanto por la
implantación de un reino del desprecio como por el goce del poder de ver
y de juzgar sin contrapartida”.[3]
El desafío, pues, estaría en diseñar alternativas a ese modo de ser
que impone silenciosamente la industria hegemónica de los videojuegos,
no en prohibir. Las prohibiciones solamente están hablando de nuestra
pantagruélica ignorancia en este terreno, en una época donde la
industria del videojuego supera ampliamente en cuanto a ingresos a la
cinematográfica. Ya ninguna medida gubernamental podría destronar al
videojuego de esa posición cumbre que hoy ocupa dentro del mapa del
ocio; lo que cabe es estudiar con verdadero rigor lo que está
sucediendo, y aprovechar las partes positivas (que las tiene) con el fin
de crear y estimular nuestra propia industria del videojuego, con
ambición parecida a la que aquellos hombres que alguna vez soñaron con
crear en Cuba una industria cinematográfica.
Para ello, tendríamos que comenzar a revisar ese conjunto de
opiniones estereotipadas que solemos utilizar cuando hablamos del
fenómeno. Dejar a un lado los mitos que nos hacen creer que el
videojuego es solo cosa de adolescentes o niños, pues, como describen
los resultados de recientes investigaciones del Entertainment Software Association, “la edad media del jugador de videojuegos es de 33 años”, y, por otro lado:
“(…) Frente a la creencia de que el jugador tipo es un joven,
varón, adolescente y enganchado al juego de forma obsesiva, numerosos
estudios (algunos de los cuales se remontan a principios de los noventa)
y, sobre todo, datos actuales de las compañías distribuidoras confirman
que después del hogar, el lugar donde más se juega es centros de
trabajo (oficinas), que la franja de edad 30-45 es la segunda situada y
el que público femenino conforma ya en torno al 40 por ciento del
público jugador”.[4]
Pero ninguno de esos mitos será derribado si en un primer paso los
intelectuales que tenemos que ver con la cultura, el arte, y la
educación, no declaramos públicamente nuestra condición de
neo-analfabetos funcionales y tecnológicos, y exigimos la necesidad de
una segunda campaña de alfabetización que comience por nosotros. En una
de las mejores preguntas de aquel encuentro que sostuvimos en la UNEAC,
la investigadora María Antonia Borroto Trujillo me preguntó qué entendía
yo por neo-alfabetización. Digo que es una buena pregunta
porque sacó a relucir en público que no tengo todavía una buena
respuesta para ella, por la sencilla razón de que este es un problema
que ha de ser resuelto entre muchos.
Lo único que me queda claro es que la neo-alfabetización es algo más
que la simple domesticación de los nuevos medios con el fin de ponerlos
en función de un proyecto educativo que responde a los cánones del
pasado. Los videojuegos, para seguir con ellos, es algo inédito porque
se desentienden de esa lógica docente que hasta el momento ha
predominado entre nosotros, donde la producción y distribución del saber
opera de arriba hacia abajo, de un modo unidireccional y casi
irreversible, y en el cual es difícil que pueda hacerse natural lo
horizontalmente interactivo, que sería lo característico del videojuego.
La fuente principal de ese saber intocable que defiende la escuela
partiría de ese fetiche que seguimos llamando “libro”, que a su vez ha
consolidado al lenguaje numérico y al lenguaje verbal como los dos
soportes principales (y excluyentes) que conceden confiabilidad a
nuestras modernas visiones del mundo.
Sin embargo, la crisis se pone de manifiesto de un modo realmente
alarmante cuando comprobamos que hoy lo dominante en el mundo es el
lenguaje audiovisual, que implica otras competencias intelectuales, y
otros saberes: el saber audiovisual, por ejemplo. ¿Hasta dónde nuestras
escuelas nos están enseñando a mirar y escuchar críticamente?,
¿hasta qué punto los mayores estamos conscientes de esa vida secreta
que hay detrás de toda esa avalancha de imágenes en movimiento, donde
pareciera que sólo importa lo sensorial, el estímulo efímero y
fragmentado, el compromiso con lo fugaz?
Lo que aprecio en Cuba (y es un criterio muy personal) es más
incertidumbre y autoritarismo que deseos de encontrar entre todos una
salida a la crisis. No ha existido hasta el momento, al menos
públicamente, un diagnóstico que integre en una sola voluntad las
posibles estrategias de los sectores educativos, artísticos, y
culturales. La escuela sigue observando la entronización de todos estos
nuevos dispositivos como algo exógeno que tendrá que adaptarse al
régimen que desde hace varios siglos ha dispuesto nuestro sistema
escolar. Pero no toma en cuenta lo que, entre otros, ha apuntado Martin
Barbero:
“El saber se descentra, en primer lugar, por relación al que ha
sido su eje durante los últimos cinco siglos: el libro (…) Sólo puestos
en perspectiva histórica esos cambios dejan de alimentar el sesgo
apocalíptico con que la escuela, los maestros, y muchos adultos, miran
la empatía de los adolescentes con esos otros modos de circulación y
articulación de los saberes que son los medios audiovisuales, los
videojuegos y el computador. Estamos ante un descentramiento
culturalmente desconcertante, y que la mayoría del mundo escolar en
lugar de buscar entender se contenta con estigmatizar. Estigmatización
que parte de desconocer la complejidad social y epistémica de los
dispositivos y procesos en que se rehacen los lenguajes, las escrituras y
las narrativas. Cuando es eso lo que verdaderamente está en la base de
que los adolescentes a su vez no entiendan lo que hace la escuela y no
lean en el sentido en que los profesores siguen entendiendo el leer”.[5]
En casos de crisis tan graves como estas, se supone que sean las
“vanguardias intelectuales” las que alerten sobre la presencia de las
mismas, evalúen sus posibles consecuencias, y propongan estrategias que
ayuden a reponer confianza allí donde se ha instaurado la paralizante
incertidumbre. Hasta donde yo sé, en nuestro país nada de eso ha
ocurrido todavía, porque cada sector va por su lado, como esas lanchas
pequeñas que en medio de la noche navegan en un mismo río desbordado,
compartiendo el mismo peligro, las mismas perplejidades, pero sin verse y
mucho menos, hablarse.
Tomado de: http://cinecubanolapupilainsomne.wordpress.com/2014/08/17/luces-y-sombras-del-videojuego-en-cuba-2/#more-3332
No hay comentarios:
Publicar un comentario