El problema con el VIH es que uno siempre piensa que le va a
tocar a otro. Pensar que le va a tocar a otro es una de las más
socorridas o inconscientes estrategias de defensa. Si no fuera por ella,
probablemente no hubiéramos evolucionado. Imagínense si anduviéramos
todo el tiempo pensando que nos va a caer una tortuga en la cabeza. Pero
con el VIH es un problema serio, porque el contagio casi nunca es
estrictamente azaroso. Un simple olvido, un descuido, un exceso de
confianza pueden ser la diferencia. La bagatela de ponerse o no un
condón. Así de simple, y no tan simple. Porque a la hora en punto es
probable que no haya condón, que el deseo impere más allá de cualquier
consideración, que nos digamos que por una vez no pasará nada. Y puede
que no pase nada (tantas veces no ha pasado nada), pero puede pasar una
vez y puede bastar una vez para que pase. El VIH no es el cáncer. El VIH
no es el virus del ébola. El VIH no es un catarro de estación. El VIH
no le toca a cualquiera. Hay una manera muy sencilla de evitarlo:
abstenerse de tener relaciones sexuales. Pero para la gran mayoría de la
humanidad ese es un precio demasiado alto. Y tampoco hay que regular la
vida sexual del prójimo. Un condón, ese es el mejor método. Guste o no
guste, es el mejor.
Sé de lo que hablo. Algunos de mis mejores amigos, algunos de los más cercanos viven con el VIH. Hasta el punto de que esa condición ha llegado a ser algo cotidiano para mí. Estoy enterado de la eficacia de disímiles terapias. Sé de regímenes de dietas, de prácticas saludables, de conteo de células T CD4. He lidiado con crisis y recaídas, algunas muy serias. Me he preocupado por la falta de una medicina, como si me faltara a mí mismo. Y he sido, incluso, testigo de la muerte de conocidos a consecuencia del SIDA. Afortunadamente, ninguno de mis amigos. La mayoría de mis amigos portadores viven una vida plena, o al menos lo suficientemente plena. Está claro que es imposible evitar puntuales depresiones, pero yo mismo no las puedo evitar. Vivir con el VIH no los ha limitado: todos son excelentes profesionales, todos siguen teniendo una vida sexual activa (con mucha más responsabilidad), muchos tienen pareja estable (portadora o no), todos tienen planes de futuro… Hay que superar ese prejuicio de que portar el VIH es el fin absoluto de la felicidad. Es un cambio, un cambio contundente. Pero se puede asimilar. Ahora bien, una cosa no quita la otra: no hay que echarse a morir, pero mucho mejor sería no haberse contagiado.
Algunas personas suelen prejuzgar. Miran desde una pretendida altura moral. “Si les pasó es porque ellos se lo buscaron”. Como si las cosas fueran en blanco y negro. Les voy a contar algo. Cuando entré en la universidad apenas había tenido relaciones sexuales. Yo siempre fui un muchacho muy tímido. La Habana me abrió un mundo. Tuve mi primer novio, a los 20 años. Con él tuve sexo por primera vez con un hombre. Fue lindo, fue muy romántico, fue como un sueño. Llegado el momento, no había condón. Él me miró a los ojos y me dijo: “no deberíamos hacerlo, pero tengo muchos deseos, ¿vamos a quedarnos con las ganas?”. Yo acepté, sin pensarlo dos veces. Un año después yo tenía otro novio. Y un día, el muchacho de la primera vez me llamó. Muy serio me dijo: “tienes que hacerte el examen; acabo de enterarme de que soy portador del VIH; lo más probable es que ya lo tuviera cuando estuvimos”. Fue un golpe muy fuerte. ¿Por qué me iba a pasar a mí? ¿Por una sola vez? Mi novio era enfermero, arregló el examen con mucha discreción. Pero tuve que esperar un mes para saber los resultados. El peor mes de mi vida. Al final fue una falsa alarma, pero también fue una lección de vida. Otros no tuvieron tanta suerte. Ahora lo sé: no hay que tentar la suerte.
Tomado de: http://oncubamagazine.com/columnas/vih/
Sé de lo que hablo. Algunos de mis mejores amigos, algunos de los más cercanos viven con el VIH. Hasta el punto de que esa condición ha llegado a ser algo cotidiano para mí. Estoy enterado de la eficacia de disímiles terapias. Sé de regímenes de dietas, de prácticas saludables, de conteo de células T CD4. He lidiado con crisis y recaídas, algunas muy serias. Me he preocupado por la falta de una medicina, como si me faltara a mí mismo. Y he sido, incluso, testigo de la muerte de conocidos a consecuencia del SIDA. Afortunadamente, ninguno de mis amigos. La mayoría de mis amigos portadores viven una vida plena, o al menos lo suficientemente plena. Está claro que es imposible evitar puntuales depresiones, pero yo mismo no las puedo evitar. Vivir con el VIH no los ha limitado: todos son excelentes profesionales, todos siguen teniendo una vida sexual activa (con mucha más responsabilidad), muchos tienen pareja estable (portadora o no), todos tienen planes de futuro… Hay que superar ese prejuicio de que portar el VIH es el fin absoluto de la felicidad. Es un cambio, un cambio contundente. Pero se puede asimilar. Ahora bien, una cosa no quita la otra: no hay que echarse a morir, pero mucho mejor sería no haberse contagiado.
Algunas personas suelen prejuzgar. Miran desde una pretendida altura moral. “Si les pasó es porque ellos se lo buscaron”. Como si las cosas fueran en blanco y negro. Les voy a contar algo. Cuando entré en la universidad apenas había tenido relaciones sexuales. Yo siempre fui un muchacho muy tímido. La Habana me abrió un mundo. Tuve mi primer novio, a los 20 años. Con él tuve sexo por primera vez con un hombre. Fue lindo, fue muy romántico, fue como un sueño. Llegado el momento, no había condón. Él me miró a los ojos y me dijo: “no deberíamos hacerlo, pero tengo muchos deseos, ¿vamos a quedarnos con las ganas?”. Yo acepté, sin pensarlo dos veces. Un año después yo tenía otro novio. Y un día, el muchacho de la primera vez me llamó. Muy serio me dijo: “tienes que hacerte el examen; acabo de enterarme de que soy portador del VIH; lo más probable es que ya lo tuviera cuando estuvimos”. Fue un golpe muy fuerte. ¿Por qué me iba a pasar a mí? ¿Por una sola vez? Mi novio era enfermero, arregló el examen con mucha discreción. Pero tuve que esperar un mes para saber los resultados. El peor mes de mi vida. Al final fue una falsa alarma, pero también fue una lección de vida. Otros no tuvieron tanta suerte. Ahora lo sé: no hay que tentar la suerte.
Tomado de: http://oncubamagazine.com/columnas/vih/
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